Los infomerciales son una de esas cosas raras que han producido la tecnología, la soledad y la necesidad de respuestas rápidas. Es decir, la vida moderna.
Me explico:
La tecnología ha hecho posible, no solo la televisión y el teléfono; sino la posibilidad de conjuntarlos al comprar vía telefónica algún producto del cual sólo podemos ver lo que el vendedor desea.
La soledad permite que la gente mire la televisión a altas horas de la noche, a tempranas de la madrugada o los sábados antes de mediodía (cuando los no-solos, acostumbran dormir, follar, o salir).
La necesidad de respuestas rápidas es producto de la velocidad a la que vivimos, donde buscamos eliminar costos de todo y hacer el menor esfuerzo para satisfacer nuestras necesidades o deseos. Ya sea un aparato electrodoméstico o un consejero para la vida.
En fin, no pretendo hacer aquí un análisis de la modernidad. Los infomerciales, sea cual sea su origen, están presentes todos los días en la televisión; en nuestras vidas. Nosostros los observamos. Nos dejamos seducir. Nos dejamos convencer. Y –si no fuera por un atisbo de prudencia- tendríamos un cúmulo de productos (maravillosos a la vista pero inservibles en la vida fuera de la televisión) debajo de la cama y una larga cuenta de cargos a la tarjeta de crédito.
Pero por más que despreciemos los infomerciales, a quienes los dirigen, y a quienes los ven; no podemos sino aceptar que alguna, al menos una, una sola vez, hemos visto ahí algún producto que parecía más tentador que la manzana del mito bíblico. Hemos tomado el teléfono. Marcado. Y por fortuna no han contestado.
¿Quién no recuerda los Eagle Eyes? ¿El piano que se desdobla y se pone en cualquier superficie? ¿La “uña de gato” de Andrés García? ¿O el Ki Motion y sus 5 minutos de máxima relajación? ¿Quién no se ha burlado del acento portugués de los pastores de “Pare de sufrir” (y los ha imitado)? ¿A quién no le ha parecido maravilloso poder cortar frutas y verduras, latas y clavos, en tan sólo unos segundos con los cuchillos Jinsu?
Recuerdo cuando comenzaba este tipo de publicidad. No sé qué año era, pero yo era un niño curioso aún. Mi madre, fanática obligada de la limpieza, vió un infomercial sobre un mechudo que se alargaba para “alcanzar aquellos rincones más difíciles de la casa”. MagicMop, creo que era su nombre. La Sra. Villarino, desconfiada de la tecnología (la desconfianza no ha desaparecido) tuvo que recurrir a la ayuda del menor de sus hijos para armarse de valor y hacer el pedido. En 3 semanas llegaría el MagicMop y la revolución de la limpieza al hogar. Pero el MagicMop nunca llegó (afortunadamente tampoco el cargo a la tarjeta)… y hoy mi madre sigue utilizando el mismo banquito de hace 18 años para limpiar “los rincones más difíciles del hogar”.
Mi segundo recuerdo es más reciente, pero también tiene relación con la Sra. Arenas (cambió el nombre después de más de 20 años de viudez). En diciembre pasado, cuando surgió la pregunta: ¿Qué regalaré a mi madre de Navidad?, nos encontrábamos Nil y yo en mi departamento mirando la televisión. (Por supuesto: un sábado por la mañana en que ni dormimos, ni follamos, ni salimos). Y apareció: como por arte de magia. El regalo perfecto. El Power Juicer de Jack Lalane. Mi madre, cuasi-reciente-vegetariana, afecta a los jugos de todos tipos, se volvería loca con este nuevo producto. Todo era perfecto… ¡Pero los estúpidos productores del infomercial nunca dijeron el precio!... Mi madre se tuvo que conformar con un vulgar teléfono celular.
La tecnología ha hecho posible, no solo la televisión y el teléfono; sino la posibilidad de conjuntarlos al comprar vía telefónica algún producto del cual sólo podemos ver lo que el vendedor desea.
La soledad permite que la gente mire la televisión a altas horas de la noche, a tempranas de la madrugada o los sábados antes de mediodía (cuando los no-solos, acostumbran dormir, follar, o salir).
La necesidad de respuestas rápidas es producto de la velocidad a la que vivimos, donde buscamos eliminar costos de todo y hacer el menor esfuerzo para satisfacer nuestras necesidades o deseos. Ya sea un aparato electrodoméstico o un consejero para la vida.
En fin, no pretendo hacer aquí un análisis de la modernidad. Los infomerciales, sea cual sea su origen, están presentes todos los días en la televisión; en nuestras vidas. Nosostros los observamos. Nos dejamos seducir. Nos dejamos convencer. Y –si no fuera por un atisbo de prudencia- tendríamos un cúmulo de productos (maravillosos a la vista pero inservibles en la vida fuera de la televisión) debajo de la cama y una larga cuenta de cargos a la tarjeta de crédito.
Pero por más que despreciemos los infomerciales, a quienes los dirigen, y a quienes los ven; no podemos sino aceptar que alguna, al menos una, una sola vez, hemos visto ahí algún producto que parecía más tentador que la manzana del mito bíblico. Hemos tomado el teléfono. Marcado. Y por fortuna no han contestado.
¿Quién no recuerda los Eagle Eyes? ¿El piano que se desdobla y se pone en cualquier superficie? ¿La “uña de gato” de Andrés García? ¿O el Ki Motion y sus 5 minutos de máxima relajación? ¿Quién no se ha burlado del acento portugués de los pastores de “Pare de sufrir” (y los ha imitado)? ¿A quién no le ha parecido maravilloso poder cortar frutas y verduras, latas y clavos, en tan sólo unos segundos con los cuchillos Jinsu?
Recuerdo cuando comenzaba este tipo de publicidad. No sé qué año era, pero yo era un niño curioso aún. Mi madre, fanática obligada de la limpieza, vió un infomercial sobre un mechudo que se alargaba para “alcanzar aquellos rincones más difíciles de la casa”. MagicMop, creo que era su nombre. La Sra. Villarino, desconfiada de la tecnología (la desconfianza no ha desaparecido) tuvo que recurrir a la ayuda del menor de sus hijos para armarse de valor y hacer el pedido. En 3 semanas llegaría el MagicMop y la revolución de la limpieza al hogar. Pero el MagicMop nunca llegó (afortunadamente tampoco el cargo a la tarjeta)… y hoy mi madre sigue utilizando el mismo banquito de hace 18 años para limpiar “los rincones más difíciles del hogar”.
Mi segundo recuerdo es más reciente, pero también tiene relación con la Sra. Arenas (cambió el nombre después de más de 20 años de viudez). En diciembre pasado, cuando surgió la pregunta: ¿Qué regalaré a mi madre de Navidad?, nos encontrábamos Nil y yo en mi departamento mirando la televisión. (Por supuesto: un sábado por la mañana en que ni dormimos, ni follamos, ni salimos). Y apareció: como por arte de magia. El regalo perfecto. El Power Juicer de Jack Lalane. Mi madre, cuasi-reciente-vegetariana, afecta a los jugos de todos tipos, se volvería loca con este nuevo producto. Todo era perfecto… ¡Pero los estúpidos productores del infomercial nunca dijeron el precio!... Mi madre se tuvo que conformar con un vulgar teléfono celular.
Dado el fracaso rotundo con los productos domésticos, he optado por el Pare de sufrir. No sé si las vidas de los entrevistados realmente hayan sufrido transformaciones radicales. Pero lo que sí sé, es que escucharles es un remedio infalible para las noches de insomnio.