Wednesday, March 28, 2007

Shortbus: la búsqueda de un consuelo

"Sex is certainly something to be afraid of, but not something that can be avoided"
Dan Savage

Nuestra generación es una generación orgasmocéntrica.

¡Ay de aquel hombre que sea incapaz de "darle" un orgasmo a su mujer! ¡Ay de aquella que no se deje llevar por sus sentidos y explote en los brazos de su amante! ¡Ay de aquella insensata que no sea capaz de sentir una infinita contracción vaginal que la libere de todos sus prejuicios y le dibuje una sonrisa permanente!

Uno de los productos de la liberación femenina fue la conciencia de que el orgasmo -femenino- es una obligación en toda relación sexual. El orgasmo, más que la interacción sexual, se ha convertido en la meta de toda "mujer plena" y de todo hombre que se precie de ser "buen amante". Así, no importan las caricias, las palabras, las miradas, los olores o los sentimientos. Si ella no "llega", él se siente mal. O, en una extensión del orgasmocentrismo, si no "llegan" al mismo tiempo los dos, entonces nada ha valido la pena.

Parece que, una vez derrumbados los grandes asideros (dios, la razón, el progreso), al hombre posmoderno lo único que le ha quedado es el sexo, o mejor dicho, el orgasmo. Sin orgasmo, sólo nos queda el desconsuelo.

Shortbus (John Cameron Mitchel, 2006) narra la historia de James y Jamie, una pareja homosexual que busca establecer una relación abierta; Sofía, una terapeuta sexual que nunca ha tenido un orgasmo; y Severin, una obtusa dominatrix incapaz de establecer relaciones significativas. Las tres historias confluyen en un bar llamado Shortbus donde abunda el sexo (explícito), y en menor medida la música y el arte.

Las tres historias deambulan en torno al desconsuelo: la mirada eternamente perdida de Jamie, la incomprensión de James sobre su nostalgia, la incapacidad de Sofía para sostener una relación agobiante y la congoja de las fotografías tomadas por Severin. En Shortbus, todos emprenden una infinita búsqueda de algo más que los haga irradiar un chispazo de luz. Todos nos recuerdan que, no importa cuánto se esfuercen otros por fungir de terapeutas o asesores nuestros; al final, el desconsuelo se vive en primera persona… como el orgasmo.


Eso es Shortbus: una travesía por el desconsuelo. El desconsuelo neoyorquino o mexicano, gay o heterosexual, da igual; desconsuelo al fin.

Wednesday, March 07, 2007

Carta a mis nietos

Queridos nietos,

Cuando su madre les diga que coman frutas y verduras, no es necesario que le hagan caso. Cuando les diga que ahí viene el coco, no es cierto. Cuando les amenace con que se harán viejitos si permanecen mucho tiempo en el agua, les está mintiendo. Más... cuando les prohiba limpiarse los oídos con cotonetes, palillos o cualquier otro objeto (que no sea agua y jabón); queridos nietos, ¡escuchen a su madre!
Yo no escuché a la mía cuando me lo decía, y escuchen lo que me pasó.


Recuerdo que un viernes de marzo del año 2007, cuando ustedes todavía no nacían y yo vivía en la colonia Escandón, estaba a punto de meterme a bañar. La llave del agua caliente ya estaba abierta y me limpiaba yo el oído derecho con un Q-tip cuando sonó mi teléfono celular. Era mi jefe, Ernesto. Se me había hecho tarde para ir a mi oficina en el IFE -donde trabajaba-, así es que corrí a contestar.

Como el teléfono había sonado ya un par de veces, pensé que colgarían y me lancé sobre la cama para alcanzarlo. Un segundo después, sin comprender por qué, tuve el dolor más fuerte que he experimentado en la vida. Insisto: no entendí por qué. Tan sólo sentí una punzada intensísima en el oído derecho. Cerré los ojos por instinto y me llevé las manos a la oreja en menos de 3 nanosegundos, para darme cuenta que tenía el cotonete dentro del oído. Estaba mareado, me dolía mucho y, también por instinto, saqué el cotonete ensangrentado. Lo aventé. Seguía con los ojos cerrados. No sabía dónde estaba. Me recosté con el oído hacia abajo y lo tapé con ambas manos. La sangre recorría mi oído interno y yo la podía sentir, incluso la polía oler. Abrí mis ojos para revisar mis manos y estaban limpias, pero al tocar mi oreja, mi dedó se pintó de rojo. Alguien me había dicho que uno sólo ve sangrar sus oídos cuando va a morir. Pero no me escandalicé. No era para tanto. Aunque tal vez, ese día, haya vencido a la muerte.

De pronto todo se aclaró. Me había clavado el cotonete. Me sentía el hombre más estúpido sobre la tierra. Tal vez lo era. Pero así suceden los accidentes. Un pequeño descuido, un "a-mi-no-me-pasan-esas-cosas". Y en el minuto después contemplas tu cuerpo desnudo, gimiendo, por culpa de un pequeño -y delgado- pedazo de plástico con algodón.

Ese día perdí el 40% de la audición de mi oído derecho, queridos. Y aunque todo volvió a la normalidad un par de meses despúes, es la fecha en que si veo un cotonete me sudan las manos y mi oído se reprime.