Reproduzco aquí un texto de Álvaro Enrique publicado en el blog de la redacción de la que forma parte.
Hoy lunes la ciudad de México se volvió a despertar de buenas, lo cual es de por sí insólito, pero más si se considera que es la tercera mañana en que nos pasa en menos de un año.
El récord mundial de encuerados en el Zócalo le devolvió al DF la cara con la que, me parece, más le gusta verse: un gigante tolerante, diverso, alocado y poco entrometido, que pese a sus torpezas y miserias, prefiere no hostigar a quienes hasta hace poco estaban privados de ciertos derechos decisivos.
Todos de buenas: si eres gay puedes ir con el juez y establecer una unión civil; si eres mujer y decides interrumpir tu embarazo, tienes la protección de Estado para hacerlo en las condiciones correctas; si lo tuyo es encuerarte en el Zócalo en nombre del arte, vas y te encueras –aun si no llegaste a tiempo y te discriminaron por impuntual.
En general encuentro irritantes los trabajos de Tunick porque al volverse desafiantemente masivos han terminado por representar lo contrario de lo que pretendían originalmente: suponen la banalización del cuerpo –el último espacio de lo sagrado si el fuerte de uno no es ir al templo-, su masificación. Posar para Tunick es asumir la era Wal-Mart, convertirse a la religión del (mal) café de Starbucks, hacer de las partes nobles unas partes nacas. En fin: identificarse con un pollo de Bachoco.
Aun así, las sonrisotas con las que la gente se arrebataba los periódicos en el puesto de la esquina de la escuela (católica) de mi hijo, terminaron por desmentir la ya ni teórica representatividad de los ultras que ganaron un foro desproporcionado durante el momento álgido del debate en torno a la legalización del aborto: a los chilangos les importa un bledo que 18 mil gordos hagan de su culo un asterisco cuando un fotógrafo les pide que se hagan bolita.
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