Tuesday, February 27, 2007

Anopheles Culicidae

12.27 a.m. Domingo por la noche. Apagas la televisión y te dispones a dormir después de un largo, largo día en que recorriste la ciudad un par de veces, jugaste con tus sobrinos, hiciste una mudanza y fuiste al cine. Estás realmente cansado. El calor te agota y hoy lo padeciste durante buena parte del día. Apagas la lámpara de pie, das media vuelta, te enredas en las cobijas y acomodas la almohada. Cierras los ojos sin darte cuenta y descansas.

De pronto sientes una presencia extraña. Alguien o algo está cerca y lo sientes. Aún estás dormido pero lo sientes. Te mueves un poco, das media vuelta y abres un poco los ojos. No hay nadie. Es sólo tu imaginación, o tu sueño. Cierras los ojos y continúas durmiendo.

No pasan ni 5 minutos cuando vuelves a sentir que alguien está ahí contigo. Como por instinto pretendes guardar silencio (aunque estás en silencio), y procuras tranquilizar tu respiración y los latidos del corazón para poder escucharle. Pero no hay nada. Es sólo una sensación. Estás absolutamente solo. Vuelves a cerrar los ojos, aunque nada es lo mismo y estás intranquilo.

Una vez reconciliado el sueño, vuelves a sentirle. Esta vez lo escuchas. Está justo arriba de tí. Duermes de lado y alcanzas a escucharlo justo arriba de tu oído. Te inquietas. Estás fastidiado. Te levantas y prendes la luz. Crees que el efecto ahuyentador de fantasmas y demonios de la luz de tu niñez continúa a los 25 años. Y tal vez lo tiene porque no le ves más. O tal vez se ha escondido en el armario. Tu cansancio te impide investigarlo. Te recuestas de nuevo pero ya no descansas. El sueño se ha ido, y permaneces solo, en la obscuridad, con los ojos abiertos, esperando que no aparezca jamás.

Pasan unos minutos. El sueño ha vuelto y te ha derrotado. No le has visto ni escuchado de nuevo pero sabes que está ahí. Haces todo lo posible por olvidarle, por perderte en tus sueños, pero no puedes. Aparece de nuevo y tú le escuchas. No lo ves, tan sólo lo escuchas; zizeante, molesto, amenazante. Pasa una, dos, tres veces encima de tí mientras intentas defenderte u ocultarte debajo de las cobijas. También le agredes, sueltas un par de golpes pero le sigues escuchando. Estás desesperado, son las 3:32 y mañana es día de trabajo. Te ocultas, te mueves, giras en la cama, tapas tus oídos; pero él no cede. Sigue ahí; te amenaza, juega contigo, se acerca tan sólo un poco para después alejarse, se mofa de tí. Y tú no puedes hacer nada, más que cubrirte y soltar manotazos a diestra y siniestra, hasta que te lastimas de un manotazo y te rindes.

Te despiertas a las 8:45. No sabes que pasó anoche. No sabes si lo aniquilaste; si venciste o te vencieron. Los rastros de la batalla están en tus manos. Ronchas rojas que has rascado constantemente, aún mientras dormías. Al final, el cansancio te permitió dormir y no tienes certeza del paradero de tu adversario...

Hasta que te miras en el espejo y ahí está. Aplastado. En tu cachete... el pinche mosco.

Saturday, February 17, 2007

Celos

Ya he escrito antes sobre la gente extraña que visita esta librería. Hoy toca el turno a una pareja, de enamorados -supongo-, o tal vez sean desenamorados, o hermanos o paseantes. Llegaron aquí hace 18 minutos (lo sé porque miré el reloj de la computadora en el instante que decidieron sentarse frente a mi).

Ella no es fea. No es ni gorda ni flaca aunque sus caderas rebasan la sujeción del pantalón. Es una de esas mujeres que uno se imagina llena de estrías. En las piernas, en los senos, en la espalda, hasta en el cuello. Su cabello no es ni rojo ni negro pero tiene algo de los dos. Su arreglo es grotesco. A pesar de sus nalgas inexistentes y la grosera redondez de su vientre, ha decidido vestir unos mallones rojos.

Él tampoco es un adonis. Su playera no tiene mangas y ha perdido el color por el uso y la lavandería. Viste un cinturón negro con picos de metal brillante y unos tenis que, por feos, asumo de gran precio.

Llevan 25 minutos aquí. Han notado mi presencia y mi mirada inquisitiva.

Ahora se besan. Se besan sin pudor, a lengüetazos y mordidas. Como yo nunca me atrevería a besar en público. Él besa su cuello. Ella le acaricia los delgados brazos y pasa su mano por su barriga.

Los vecinos se han marchado. No soportaron sus ruidos y risas. Pienso que tal vez lo hacen a propósito para incomodar a los compradores de libros y por eso no me levanto. Finjo concentrarme en mi trabajo. La pareja continúa, inmutable. Él se encuentra atravesado sobre el sillón y continúa besando su cuello. Ella abre los ojos y me mira. Bajo la mirada hacia mi pantalla. Tomo un par de hojas y releo varias veces la misma línea. Es un hecho que no me puedo concentrar. Levanto los ojos y ella continúa mirándome. El chico, Juan o Alberto o Ricardo o como se llame, no lo nota. Está concentrado en lo que hace. Besa su cuello, su oreja, su boca; dándome la espalda y sin notar que ella, Martha o Arcelia o Gladys o como se llame, me mira.

Vuelvo a retirar la mirada y me quedo con esa sensación extraña que uno siente cuando alguien más le mira. Estoy nervioso. Su mirada me inquieta pero me rehúso a cambiarme de lugar. Veo un guardia de seguridad a lo lejos e intento llamar su atención sin éxito mientras ellos elevan el tono de sus caricias. Ella ha introducido su mano en la bermuda de él. Él sujeta los senos de ella con firmeza y pellizca su pezón. El tiempo se detiene y parece que nadie más nota su presencia. Encuentro el primer inconveniente de este lugar apartado de los estantes y los paseantes. Suena mi celular. Hago un esfuerzo por elevar el volumen de mi voz para molestarles, pero su excitación les ha ensordecido. Continúan su encuentro. Temo que dentro de poco tiempo comiencen a despojarse de la ropa y se hagan el amor frente a mi. Entonces si me levantaría, pero sólo entonces.

Levanto mi mirada de nuevo. Ella no me mira más. Tiene los ojos cerrados y su cabeza dirigida al techo. El policía, por fín se acerca. Les dice algo en voz baja y ellos se levantan. Se dirijen a la salida. Ella se detiene. Se dirije al baño y voltea, me mira fijamente, me hace una seña. Él la mira desde la puerta de entrada y nota sus acciones. Me mira. Yo pretendo que no he visto nada, que no ha sido a mí, que no existo. El guardia le comenta algo y sonríe; hojea algunos libros mientras espera a su acompañante.

Pasan unos minutos y ella sale del baño. Me mira de nuevo y sonríe.

Friday, February 16, 2007

Dime la música que escuchas y te diré…

Decir que la música afecta nuestra vida es una perogrullada. Alguna vez leí —o ví en televisión— que si los niños hacen la tarea mientras escuchan la 9ª sinfonía de Beethoven, se concentran y aprenden más. Así como ese, supongo que deben existir cientos de documentos sobre la influencia de la música en nuestras vidas. Yo, con mi humildad acostumbrada, he hecho una investigación con resultados sorprendentes que pueden llevar a cambiar nuestro conocimiento sobre la conducta humana.

Como el despistado lector debe saber, el tránsito es una de las mayores preocupaciones de mi vida (la otra son los baños, la desnudez, la memoria y el poder). Debido a esta preocupación, una buena parte de mis pensamientos del día tienen relación con el tránsito, los transeúntes, los automovilistas y sus prácticas.

Mi experiencia personal dicta que mi forma de conducir depende de la música que escucho. Si escucho Metallica, Staind o Godsmack; conduzco más rápido de lo habitual y le prendo las luces al de adelante para que aumente la velocidad. Si escucho jazz o blues, mi manera de conducir es más bien calmada, cedo el paso a los peatones, no subo mucho la velocidad y soy amable con los demás automovilistas.

Pero, si escucho cumbias, entonces manejo dando enfrenones, mentando madres, violentando la ley de tránsito y me fastidia todo.

¿Alguien podría proponer como política pública prohibir a los microbuseros escuchar cumbias porque afectan su manera de conducir?

Wednesday, February 07, 2007

Happy b'day!


Este blog cumple un año. Celebremos!!!